23.3.11

OCHO

A Matius le llamaban el Ángel de Hierro, por su belleza cuasi celestial, y por la dureza de sus órdenes. Sus facciones, andróginas, lograban confundir a las personas, que se preguntaban si realmente estaban frente a un ser de la tierra. Su rostro era femenino, de ojos turquesa, piel blanca y fina como la porcelana, labios rojos y carnosos, y su cabello, dorado, largo y liso hasta la cintura. Había una mezcla de temor y admiración hacia su persona, el enviado del cielo a la Sagrada Ciudad de San Linus. Su muerte a manos de un forastero fue un duro golpe al orgullo de esa Ciudad. Yo estudié tres años junto a él, y puedo decir que nunca estuve del todo seguro de si me hallaba frente a un hombre o a un espíritu.
    Pero eso fue después. Para llegar a ese punto habría que contar primero lo poco que sabía de él. Sabía su nombre, y que era rubio, además de su labor eclesiástica. Pero incluso esto último era vago ¿Que oficiaba? ¿Cuál era su labor? ¿Cómo había llegado hasta allá? Para conocer a mi enemigo y preparar la cacería, decidí inmiscuirme en la zona exclusiva de San Linus. El por qué cometí un acto tan temerario y tan estúpido es algo que hasta el día de hoy no tengo del todo claro.
    Comencé por observar los límites, difusos y algo imaginarios, entre las Zonas. El Cordón periférico ocupado por los Xauseng y los jornaleros de la alianza solía llamarse El Cerco. Allí, partiendo de las murallas de la ciudad, comenzaban a verse casuchas precarias construidas con cartones, pizarreños, tejas, y otros elementos heterogéneos que trataban de un modo caótico erigir a como dé lugar una vivienda. Muchas veces el paso de los años exigía reparaciones y ampliaciones por el nacimiento de hijos o la llegada de alguna pareja: entonces el conjunto mugriento de las casuchas debía mezclarse aún más, tratando de mantenerse en pie pese a las remodelaciones. Eso era más o menos la situación marginal y extrema de la Ciudad Sagrada. Un poco más acá comenzaba la fachada antigua, casonas viejas y agrietadas que se apretaban entre si formando estrechos callejones en donde pululaban los traficantes, las putas y los sicarios. Estos edificios históricos habían sido abandonados por los primeros pobladores al remodelarse la zona central de la Ciudad. Así estas casonas se convirtieron en hostales y negocios en manos de los Xauseng, que dormían apretujados de a quince o veinte en una sola habitación. Era aquí, en las plantas bajas, donde se habían instalado sus centros de té, sus restoranes y sus lavanderías. Estos dos elementos, paupérrimos y miserables, componían el Cerco de San Linus. Era más o menos hacía el centro de la Ciudad en dónde estaba el corazón sagrado de la Ciudad Perfecta: el Círculo, llamado así por la extensión casi redonda de la zona residencial. Entrar aquí era entrar a otro mundo: nada apestaba a vinagre ni a grasa, ni había sangre en las calles, y jamás te topabas con un compadrito que blandiera un cuchillo frente a tus narices. El Circulo había sido edificado con mármol blanco que diversos funcionarios mantenían limpio, había árboles y flores que decoraban las bien diseñadas plazas del Lugar, además de las estatuas representando escenas divinas y héroes de la Alianza, que daban al conjunto un toque armónico. Los caminos estaban bien diseñados y las viviendas eran espaciosas y bellas, construidas con un sentido de la estética superior. Todas las casas tenían un jardincillo en su perímetro y nunca era habitadas por más de tres personas. El orden y la limpieza se respiraban en ese lugar. Y en cuanto puse un pie allí, sentí ganas de vomitar. Pasé meses investigando la zona residencial, para enterarme de cómo se desenvolvían los citadinos, sus modos y formas. La estadía en los bajos fondos de la Ciudad me había hecho ver el mundo de una manera muy distinta: amenazante, pero doblegable, como el curso de un río, como el vuelo de un pájaro. Poco a poco se orquestaba un cambio en mí: por osmosis, comenzaba a adherir nuevas ideas y formas de vida, las rígidas leyes de mi clan parecían más pasado que tradición.
    Entre el Circulo y el Cerco había una delgada franja de Casetas de vigilancia, almacenes y pisos de alquiler en donde se hospedaban los inspectores de la Ciudad: La delgada frontera entre lo que está arriba y lo que está abajo. No había un nombre para esta zona neutral, pero se le reconocía como tal y tanto xausengs como hiperbóreos se movían seguros por acá, si bien nadie frecuentaba demasiado esta delgada línea. Fue allí donde me establecí, sobre tejados, a acechar a los parroquianos del Círculo. Sus  mujeres eran altivas y prudentes, sus hombres, recatados y correctos, ambos géneros tenían en común el miedo divino y el aislamiento de lo que acontecía fuera de su distrito. San Linus, fuera de un par de forasteros desventurados, no recibía visitas, su ciudad amurallada esperaba el ataque de algún pueblo depredador. Las visitas diplomáticas de otros condados escaseaban, asimismo, la gente no solía salir de la Ciudad Perfecta y muchos pasaban toda su vida sin moverse de aquella voluntaria prisión. Así crecían y morían sin enterarse de la miserable situación de su ciudad: No sólo era vulnerable (sus murallas hubieran causado la risa de la mitad de los Indóciles, ávidos trepadores y silenciosos saqueadores), sino que además distaba mucho de ser la capital espiritual de la Alianza. San Linus, como me enteraría después, no era más que un reducto principesco cuya única función en la región era mantener a los Indóciles del Oeste vigilados. Fuera de eso, no pasaba de ser la quinta ciudad más grande del Continente, lejos de grandes metrópolis como Jauría o Valerián de las Nuevas Corrientes. Su economía, basada en el auto sustentamiento agrícola y silvicultor que le otorgaba la ladera del monte, la aislaban de otras urbes, que sólo se acordaban de ella de vez en cuando para obtener materiales mineros. Así que sus hiperbóreos y altos habitantes no vivían más que en una ilusión: San Linus era el Universo, pero sólo dentro de las murallas de calcopirita.
    Comencé paulatinamente a entrar en el Perímetro Sagrado. Primeramente, sin alejarme demasiado de la frontera imaginaria. Luego, en maniobras cada vez más osadas, fui recorriendo plazas clásicas y amplias avenidas hasta divisar, por primera vez, la Catedral, y junto con ella, a Matius. Lo que sentí fue difícil de describir; no sólo por el peligro que corría, aún ataviado de modo que no se me reconociera de modo fácil, si no también por la impresión que me causó el clérigo. Yo me esperaba un hombre mayor, de facciones duras e indolentes. Soñaba cada noche con una cara distinta, imaginando cuales serían los crueles rasgos de mi enemigo. En lugar de eso había un hombre joven que emanaba bondad, a quienes todos hacían reverencia. Tuve que salir corriendo, y en algún callejón, romper a llorar.
    Todos estos percances atrasaron mi plan. Ya había pasado un año desde mi llegada a San Linus, y mi apariencia era cada vez menos prudente. Nosotros, los Salvajes de Bokén, poseemos un metabolismo distinto al humano. Nuestro desarrollo es lento hasta los quince años, más menos, después de lo cual comienza un vertiginoso crecimiento que nos acarrea altura, masa muscular y rasgos bestiales en el rostro. Ninguno de nuestros machos medía menos de dos metros, nuestras hembras no eran mucho más pequeñas, ambos géneros eran fibrosos y hábiles, si bien las mujeres poseían mayor resistencia para trabajos de velocidad y los hombres, como es de suponer, ponían su fe en la fuerza. Una vez terminado este desarrollo vertiginoso que marcaba el paso de niño a adulto en nuestra cultura, comenzaba la tercera fase de nuestra vida, la madurez, que solía prolongarse por uno o dos siglos. Esto fue lo que ocurrió conmigo: el jovenzuelo pequeño y delgado que había llegado a San Linus era ahora un guerrero en todo su esplendor, si bien se hallaba algo tiznado por la dura vida en la urbe civilizada. Mi cuarto en una de las tiendas Xauseng comenzó a parecerme muy pequeño, la cama no me soportaba. El dueño de la tienda me pidió, de modo amable y de modo histérico, que me marchara: tenerme allí era un peligro, aún  fuera del círculo. Cualquier día una brigada de los caballeros podía irrumpir en la casa, tras escuchar la denuncia de algún vecino que nos vendería por un par de monedas. Comprendí a lo que se refería: solo, yo podría defenderme, pero fuera como fuera el hombre perdería todo. Me despedía de él dándole gracias por su hospitalidad.
    Me mudé definitivamente a la frontera, dónde tenía alquilado un cuarto durante mis meses de investigación. Era una zona neutral y poco transitada: la elección lógica para sobrevivir estaba allí. Si me mantenía lejos de los problemas, todo saldría bien...
    Rowen decidió que podríamos hacernos unas monedas con mi nuevo aspecto. Iríamos a los bares a ofrecer pulsos. El que lograra doblarme la mano se lo levaba todo. Vi desfilar de todo en esas noches, desde paupérrimos sobrevivientes que se tenían demasiada fe, hasta hombrones de dos metros que me miraban con lastima. Ninguno de ellos pudo vencerme. Amasamos una pequeña fortuna entre Rowen, Leng (mi antiguo compañero, quien me había conseguido trabajo en primera instancia) y yo. Pero un día fatídico, siendo Noche de Martirio, redoblamos las apuestas en una cantina clandestina. Nos enfrentábamos a un mocetón de metro ochenta, clavo y con una anaconda tatuada en la nuca. Era del ejército. Jugo tres veces contra mí, tres veces perdió. Y eso no le gustó nada, que unos donnadie lo dejaran mal parado, a él, que había combatido en el Este y había vuelto con todas sus extremidades útiles. No se precisar el momento en que ocurrió, pero ocurrió. SE armó una gresca campal, volaban sillas y trozos de vidrio por el cielo. En algún momento entre la sangre y los gritos, la brigada intervino. Toda la cantina estaba peleando, pero sólo Rowen, Leng y yo fuimos arrestados.
    La celda era estrella y oscura y olía a orina. Allí estuvimos varias horas, siendo apaleados cada cierto rato por los guardias, que carecía de cualquier otro método de diversión. Pudimos defendernos, pudimos escapar. Pero no lo hicimos. Solo hubiéramos causado más tumulto. Finalmente, tras meses de sobrevivir, todo se había acabado. La política de San Linus pondría en marcha la maquinaria fría y cruel, y en cuanto los labios de la Catedral se movieran, mi muerte al amanecer estaría asegurada. Aquí no era como en el campamento, dónde sólo me enfrentaba a un par de borrachos. Aún si lograba evadir la ejecución, yo sabía que moriría antes de alcanzar la salida de la ciudad.
    Y entonces ocurrió.
    Por la puerta del cuartel, un ángel ingresó a nuestro reino. Matius se posicionó frente a las rejas y me observó con una profunda tristeza. Se alejó un poco y susurró algo al guardia de nuestra sección.
    Quince minutos después salía libre, escoltado o escoltando a Matius, el sacerdote de edad y sexo indefinidos, que vestía con una sobria sotana azul marino. Sin comprender por qué o cómo aquello, estaba ocurriendo, me aventuré a decir algo. Pero el clérigo se me adelantó.
- ¿Cuál es tu nombre, joven?
-...
- No tengas miedo. Ya no soy tu enemigo. Sólo deseo que hablemos.
    Su voz era inesperadamente profunda, varonil. Me pregunté cuál sería su edad.
- Mi nombre es Lukán, hijo de Gorei, el León del Sol. Pero también soy Trewán, hermano del Fuego de Wendikán.
- ...
- Disculpe, pero tengo una duda.
- Adelante.
- ¿Qué va a pasar con mis amigos?
    Amigos.
- No tienes que preocuparte por ellos. Lo que de ellos se haga ya no es asunto tuyo.- había comenzado como una frase reconciliadora, pero en las heces creí percibir una amenaza.
    Así comenzó la siguiente etapa de mi vida, bajo la tutela del Ángel de Hierro. Instalado en la Catedral, la distancia que me separaba de los barrios bajos de San Linus era infinita. Jamás volví a ver Leng ni a Rowen, espero, en mi fuero interno, que hayan salido bien.

1 comentario:

S.H.G dijo...

Huy que choro!! parece qur te inspiraste y te fuiste en la volá...Para describir tan poco te salió bastante extenso. Pero me gustó la santiaguina ciudad de Ba sing sé