Cuando desperté, estaba desnudo y atado de manos. Me pusieron en fila junto a otros como yo, machos y hembras, y reconocí a algunos. Pero otros tenían rasgos disímiles a los nuestros: elásticas mujeres-serpiente de ojos rasgados, danzadores del fuego del oeste, jinetes del viento, e incluso un alto ejemplar de Molfunche, la Gente de la Sangre, que vive entre las montañas y descienden a asesinar hombres y mujeres y vestirse con su piel. También había hombres bestia de mi raza que nunca había visto, y supuse que venían de algún otro Lof, distante al nuestro. Frente a nosotros, apestando a tabaco y aguardiente, un hombre. Desde allí en adelante, le conoceríamos como el Inspector.
-Muy bien, Bestias-dijo luego de presentarse-este será su último hogar, así que traten de disfrutar la estadía-luego se acercó a una Danzadora del Fuego y le pego un culatazo, porque su pueblo carece del comercio de la palabra. Los nuestros, agrupados generalmente bajo el nombre de Pueblos Indóciles (nombre poco feliz que predispone un carácter belicoso, siendo que la mayoría somos pacíficos) conocemos el habla de la Alianza por motivos simples: aunque la mayoría se auto abastece mediante la caza y la agricultura, ciertos enseres fueron imposibles de conseguir en nuestra vida rustica. Necesitábamos de vez en cuando medicinas, cuando nuestras plantas no eran suficientes, además de alcohol para las heridas, cuerdas, telas, etc. Por eso algunos descendían de vez en cuando a los pueblos, dónde se les trataba con amabilidad. Los nuestros llevaban frutos de la cacería en mar y tierra, además de adornos y utensilios hechos con conchitas o huesos, de los más pintorescos para aquellos pueblerinos. Yo, como hijo del Jefe del Lof, había aprendido muy temprano aquel idioma, el idioma de los Hombres. Por ello entendí lo que el Inspector explicó, y luego oficié de interpreté para los prisioneros que no sabían hablarlo. Les expliqué que estaríamos allí aproximadamente un mes, según el hombre, y que nos harían trabajar muy duro, con tal de doblegar nuestros espíritus hacia la sumisión y la obediencia. Luego, los que no hubieran muerto tras los abusos serían embarcados en un Buque Mercante con destino en Isla Ángeles, donde finalmente serían vendidos como esclavos en una Feria Común.
Yo, en secreto, tomé mi decisión. Ocuparía ese mes para averiguar quién era el causante directo de la destrucción de mi pueblo. Sabía que los Caballeros eran responsables, pero querer acabar con la orden era igual a querer llegar al fondo del mar aguantando la respiración. En cuanto tuviera un nombre, escaparía de ese infierno.
El grupo de cautivos fue dividido y diversas actividades pesadas se nos encomendaron: minería, agricultura, descarga de víveres, arreo de animales domésticos... debíamos rendir un promedio diario para que no nos azotaran, y con el disminuido grupo del que contábamos, las jornadas eran largas y extenuantes. Además, aquel que no hiciera bien su trabajo no se ganaba su derecho a comida, ración diaria y pobre para aquel que se ocupa de asuntos tan duros. El asignamiento de trabajos variaba de día, por lo cual no terminabas de acostumbrarte a la mina, cuando te tenían quemándote al sol en las plantaciones de tabaco. Quería acabar con aquello, pero ¿Cómo?
El viento me trajo una palabra. Fuego.
Durante mi estadía en aquel cautiverio (ignoro el tiempo debido a que bloqueé mi mente para soportar el dolor de la sobreexplotación, aislando sólo lo esencial) aprendí bastantes cualidades de los hombres de la Alianza Terrestre. La mayoría de los trabajadores se creían dueños de todo, eran avaros y materialistas, y proclives a un montón de vicios. Pronto comprendí que sin sus fusiles serían presa fácil para cualquiera de nosotros, ya que su estado físico era pésimo debido al abuso del alcohol y el tabaco. Hablé de esto con Wendikán, el molfunche del grupo, que pese a su fama de inhumanidad inaudita resultó ser el único lo suficientemente abierto al dialogo como para convivir conmigo. No temo al decir que nos hicimos amigos en aquel corto periodo de tiempo, pues había muchas más cosas que nos unían de las que yo creí en un principio. Su clan era amante de la violencia como método ritual de expiación. Katarsis, diría después, cuando aprendiera esa palabra. Pero ambos nos saboreábamos con la sangre y creíamos en la libertad. Su pueblo, organizado en las Montañas, era el reflejo de lo que podríamos haber sido nosotros también, de no haber sido masacrados por los Caballeros.
Le expliqué la debilidad de los hombres, e ideamos un plan.
Mi última noche en aquel antro vi cómo se hundía el sol desde mi celda. Cuando trataron de llevarme al yugo, le rompí la mano al guardia. No se molestaron en insistir. Seguramente la orden se dio en pocos minutos: fusílenlo al amanecer. Nunca se imaginaron que jamás volverían a ver el sol.
-Muy bien, Bestias-dijo luego de presentarse-este será su último hogar, así que traten de disfrutar la estadía-luego se acercó a una Danzadora del Fuego y le pego un culatazo, porque su pueblo carece del comercio de la palabra. Los nuestros, agrupados generalmente bajo el nombre de Pueblos Indóciles (nombre poco feliz que predispone un carácter belicoso, siendo que la mayoría somos pacíficos) conocemos el habla de la Alianza por motivos simples: aunque la mayoría se auto abastece mediante la caza y la agricultura, ciertos enseres fueron imposibles de conseguir en nuestra vida rustica. Necesitábamos de vez en cuando medicinas, cuando nuestras plantas no eran suficientes, además de alcohol para las heridas, cuerdas, telas, etc. Por eso algunos descendían de vez en cuando a los pueblos, dónde se les trataba con amabilidad. Los nuestros llevaban frutos de la cacería en mar y tierra, además de adornos y utensilios hechos con conchitas o huesos, de los más pintorescos para aquellos pueblerinos. Yo, como hijo del Jefe del Lof, había aprendido muy temprano aquel idioma, el idioma de los Hombres. Por ello entendí lo que el Inspector explicó, y luego oficié de interpreté para los prisioneros que no sabían hablarlo. Les expliqué que estaríamos allí aproximadamente un mes, según el hombre, y que nos harían trabajar muy duro, con tal de doblegar nuestros espíritus hacia la sumisión y la obediencia. Luego, los que no hubieran muerto tras los abusos serían embarcados en un Buque Mercante con destino en Isla Ángeles, donde finalmente serían vendidos como esclavos en una Feria Común.
Yo, en secreto, tomé mi decisión. Ocuparía ese mes para averiguar quién era el causante directo de la destrucción de mi pueblo. Sabía que los Caballeros eran responsables, pero querer acabar con la orden era igual a querer llegar al fondo del mar aguantando la respiración. En cuanto tuviera un nombre, escaparía de ese infierno.
El grupo de cautivos fue dividido y diversas actividades pesadas se nos encomendaron: minería, agricultura, descarga de víveres, arreo de animales domésticos... debíamos rendir un promedio diario para que no nos azotaran, y con el disminuido grupo del que contábamos, las jornadas eran largas y extenuantes. Además, aquel que no hiciera bien su trabajo no se ganaba su derecho a comida, ración diaria y pobre para aquel que se ocupa de asuntos tan duros. El asignamiento de trabajos variaba de día, por lo cual no terminabas de acostumbrarte a la mina, cuando te tenían quemándote al sol en las plantaciones de tabaco. Quería acabar con aquello, pero ¿Cómo?
El viento me trajo una palabra. Fuego.
Durante mi estadía en aquel cautiverio (ignoro el tiempo debido a que bloqueé mi mente para soportar el dolor de la sobreexplotación, aislando sólo lo esencial) aprendí bastantes cualidades de los hombres de la Alianza Terrestre. La mayoría de los trabajadores se creían dueños de todo, eran avaros y materialistas, y proclives a un montón de vicios. Pronto comprendí que sin sus fusiles serían presa fácil para cualquiera de nosotros, ya que su estado físico era pésimo debido al abuso del alcohol y el tabaco. Hablé de esto con Wendikán, el molfunche del grupo, que pese a su fama de inhumanidad inaudita resultó ser el único lo suficientemente abierto al dialogo como para convivir conmigo. No temo al decir que nos hicimos amigos en aquel corto periodo de tiempo, pues había muchas más cosas que nos unían de las que yo creí en un principio. Su clan era amante de la violencia como método ritual de expiación. Katarsis, diría después, cuando aprendiera esa palabra. Pero ambos nos saboreábamos con la sangre y creíamos en la libertad. Su pueblo, organizado en las Montañas, era el reflejo de lo que podríamos haber sido nosotros también, de no haber sido masacrados por los Caballeros.
Le expliqué la debilidad de los hombres, e ideamos un plan.
Mi última noche en aquel antro vi cómo se hundía el sol desde mi celda. Cuando trataron de llevarme al yugo, le rompí la mano al guardia. No se molestaron en insistir. Seguramente la orden se dio en pocos minutos: fusílenlo al amanecer. Nunca se imaginaron que jamás volverían a ver el sol.
1 comentario:
Largo? donde? ta weno, se nota ahora un trabajo más personalizado en los personajes...onda...empiezan a dejarse ver...
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