Encendió un cigarrillo y esperó. Afuera, el frío descendía como una espesa manta y hacía crujir los árboles más viejos. Adentro, un tímido fuego danzaba en la chimenea. La madera estaba húmeda y la habitación estaba cerrada, por lo que para evitar en exceso de humo había puesto sólo un leño, el resto estaba secándose.
Encendió otro cigarrillo. La oscuridad parecía ser su única compañía. Pero prefería estar allí, en la Cabaña, que en el Cuartel con Domingo. Dios, detestaba a Domingo. Sus frases de otros labios, su dogmatismo, lo tenían podrido. Además estaba Alberto. Era simpático, hasta le agradaba. Pero desde que se había manifestado había un aura amenazante en torno a él. No es que le tuviera más miedo ahora, que tenía poderes, que antes; Alberto siempre había sido algo agresivo. Es más, ahora que poseía el Don se había vuelto más precavido y abordable, aunque no menos temperamental.
Miró hacia afuera. La Cabaña se erguía sobre una pequeña loma, ante la cual se extendía una planicie llena de hojas secas, arrastradas por el viento desde el bosque que rodeaba la zona. A la luz de la Luna, el piso brillaba; parecía estar hecho de seda, con tonos que vareaban desde el azul pálido al turquesa profundo. Más allá, sólo oscuridad. Del bosque provenían extraños sonidos, gritos que no llegaban a ser gritos, como cantos en algún extraño idioma que era imposible de comprender para los humanos, como si el viento silbara a través de una garganta milenaria, llena de musgo, y la hiciera gemir, entonando himnos indescifrables de tonalidades verdes. Muchos hombres se habían perdido en esos bosques, buscando a las dryades que supuestamente lo habitaban.
Él no. Él no necesitaba buscar magia. No después de lo que había visto.
Hace unos meses, era un hombre normal, acababa de salir del Liceo y trabajaba de medio tiempo para costear su educación superior.
Ahora, estaba en el puesto del vigía, en medio de un bosque embrujado, donde la aldea más cercana se hallaba a cinco kilómetros por una difícil ruta en medio de riscos.
Se volteó hacia el interior de la Cabaña: Todo estaba en su sitio. A su derecha, arrinconada, la cama. En el rincón opuesto, a su izquierda, la chimenea albergaba una llama agonizante. A los pies de la chimenea había un saco de dormir, por si hubiera visitas. Frente a él, una pequeña escalera conducía al estrecho pasillo que daba al cuarto de baño, y a la puerta de entrada. Esta era de roble y tenía un madero atravesado para evitar las visitas indeseadas.
Al lado de la cama, que estaba sin usar dado el hecho que no había dormido, había un fusil cargado y un machete carcomido por el óxido: Las únicas armas que le habían dado. Daba lo mismo, no las necesitaría. Aún no.
Echó un leño seco a las brazas y apagó la luz. Al menos había luz eléctrica. El resto era un infierno, sin TV., refrigerador o microondas. Se sentó sobre la cama y sumergió el rostro en sus manos. Estaba cansado. Cogió el fusil y se arrinconó, apoyando la espalda en la pared. Comenzó a recordar veranos añejos, con chiquillas hippientas, bebiendo mate y cantando canciones de amor y revolución. Poco, sus ojos se fueron cerrando.
Lo despertó un sonido de golpeteo. Miró a su alrededor, aún estaba oscuro. En la chimenea, el fuego ya había muerto. Volvió a sentir el golpeteo, entonces lo vio. En el ventanal, que ocupaba casi toda la pared, había un hombre que intentaba entrar. Era El Sobreviviente.
Abrió la ventana para dejarlo entrar. Se veía muy agitado.
-Tenemos problemas, Antonio.
-¿Qué ha sucedido?
Guardo silencio un momento antes de responder. Luego, lanzó:
-Tenemos otro manifestado.
2 comentarios:
Veo que por fin publicaste, esta bueno,un forma metaforica de relatar el ambiente...me gustó
cof cof
proximamente se sigue
...si es que sigue
Y avisale a Cortez que este atento a este blog, es más que probable que suba ARCONAUTAS, aunque desde una nueva perspectiva...
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